Por: Tatiana Sánchez
Rondan en silencio por la calle,
a los buenos, regalan un suspiro,
de los malos, roban su éter;
a los niños, veneran y bendicen.
Los muertos caminan a la diestra
de nuestras almas
casi igual de vacías que las suyas,
observan con seriedad frívola
la basura orgánica que cubre nuestros huesos,
la desean.
Huelen invasivamente el cebo grueso
del cabello de los ancianos,
los obsesiona.
De madrugada,
besan los labios rojos, carnosos y virginales
de las niñas huérfanas del convento,
enloquecen cuando las pequeñas cumbres de sus senos
van asomándose a la puerta de la libertad,
Los muertos no perdonan,
fornican con sus huesos pútridos y
colgajos de carne pestilente las cunas
de los niños no bautizados,
festejan orgías milenarias,
sacrificios malignos en los atrios del vaticano
escupen sangre ensalivada
en todos los crucifijos de las señoras al rezar
y segregan,
sueños frustrados en las almohadas de nuestros hijos.
Los muertos no perdonan, eso es verdad,
porque
frustrados por la inexistencia de un dios justiciero
buscan reivindicar el poco de honor que los cubre,
que les queda;
los muertos no perdonan los errores de los vivos
por eso, festejan a diario con las escenas más grotescas y
repugnantes la divina repulsión por la humanidad.
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